El siguiente es un ensayo extraído de la página www.criterion.com sobre Moonrise Kingdom, de Wes Anderson, escrito por Geoffrey O'Brien. https://www.criterion.com/current/posts/3710-moonrise-kingdom-awakenings
Todas las habitaciones humanas en los films de Anderson tienden a tener una cualidad grotesca y antinatural, más aún cuando se le contrasta con los bosques frondosos y arroyos rocosos que pueblan la isla. Sam, despreciado por sus compañeros exploradores y negado por sus padres adoptivos, es un maestro en técnicas de acampar, habilidoso con los mapas y la brújula. Cruzando los campos, con un sombrero de piel de mapache, mientras escapa del Campamento Ivanhoe (mientras en la banda sonora Hank Williams canta su trágica balada sobre el despechado indio de madera, Kaw-Liga), Sam parece convertirse en la perfecta personificación de los valores impartidos por, digamos, Fess Parker interpretando a Davy Crockett, si no fuese por el hecho de que ha llegado muy tarde.
Suzy, que alterna atentas lecturas de novelas juveniles sobre huérfanos con poderes mágicos y violentas explosiones en contra de sus padres y compañeros de escuela, lleva consigo el mundo moderno (la película se ambienta en 1965), en la forma de un tocadiscos portátil y una grabación de Françoise Hardy (la alternancia, a través del film, entre la música de Britten, Williams y Hardy, junto con a la conmovedora banda sonora original de Alexandre Desplat no es incidental, sino clave en sus implicaciones).
Sam y Suzy están inventando un mundo mientras caminan, palabra por palabra y gesto por gesto. El anti naturalismo de Anderson se convierte aquí precisamente en la única manera convincentemente naturalista de expresar esta historia de amor tal y como la imaginó. El diálogo estilizado con el cual sus personajes suelen dirigirse entre sí (y que algunos espectadores han encontrado siempre irritantemente amanerado) nunca ha parecido más apropiado que en su papel de lingua franca para dos alienados chicos de doce años, que, para colmo, deben inventar una manera de comunicarse el uno con el otro. Cada uno aporta al proceso una especial sabiduría y un cierto número de objetos sagrados de la niñez, y el extraordinario cuidado con el cual intercambian esta información es una medida de cuánto se importan el uno al otro.
Su dubitativo baile en la guarida, al son de la música del tocadiscos portátil, es una escena de ternura e inteligente melancolía, todo lo más por encontrarse en el centro de lo que es, después de todo, una comedia, y en ocasiones una disparatada. El exhuberante final del film, con sus asedios y rescates, sus rayos eléctricos e inundaciones, sirve de alivio ante lo cual hubiese sido una evocación casi insoportablemente triste de lo menos preservable de la experiencia juvenil: no tanto la pérdida de la "inocencia", un motivo bastante estereotipado de la moderna cultura americana (y para la cual los campamentos de verano siempre han sido escenarios propicios), sino para el despertar de ese primer brillo de madura inteligencia en un mundo que tenderá a serle indiferente u hostil. Hablamos de esa peculiar inteligencia que es capaz de concebir cualquier cosa y realizar tan solo un pequeño fragmento de ella.
El respeto que tiene Anderson por sus jóvenes personajes es la esencia de "Moonrise Kingdom", un film que encuentra su camino a través de un material que en otras manos hubiese, muy probablemente, caído en un empalagoso sentimentalismo. Y es que el encontrar caminos es justamente la acción central del film. Sam se gana su gorro de piel de mapache al convertir los arroyos y bosques en un paisaje heroico. La inevitable pregunta es para qué mundo o qué vida podría esta él preparándose. Ninguna que exista, al menos no más que los mundos sobre los cuales lee Suzy en sus amadas novelas de fantasía. Tanto los libros como sus portadas son artefactos creados específicamente para el film, como tantos otros objetos en el trabajo de Anderson. Él comparte con Jacques Tati y con muy pocos directores contemporáneos el deseo de construir todo, incluso los objetos más ordinarios, de la nada.
Crear un mundo donde todo luce recién hecho es parte de la gran aventura del trabajo de Anderson, y en "Moonrise Kingdom" el efecto logra, por yuxtaposición, hacer ver incluso las rocas y los arroyos como nuevos. Es quizás el único escenario en el cual Sam y Suzy podrían comenzar a articular su meta: "ir de aventuras y no quedarse atascado en un solo lugar".
La frase "película de aventura" evocaba, en nuestra niñez, el más placentero tipo de expectativa. La emoción no era siempre debido a las hazañas particulares que ostensiblemente nos disponíamos a celebrar. La promesa era la de una libertad de movimiento onírica a través de un mundo a la vez tangible y misterioso, y listo para ser explorado sin supervisión alguna. "Moonrise Kingdom" (2012) es una película de aventuras en el sentido más amplio de la expresión. Exhibe un aire de libertad y curiosidad y lo que solo puede ser definido como gozo, mientras sigue los pasos de un par de jóvenes escapados recién salidos de la niñez. Éstos demuestran ser héroes adecuados, símbolos no tanto de perpleja inocencia como de un brillante despertar y una feroz claridad de propósito.
El territorio de sus aventuras es una isla costera de Nueva Inglaterra, rodeada por el océano y con territorio salvaje en su centro, pero mantenido con cierto tipo de disciplina por las fuerzas de organización social que ocupan puntos estratégicos: abogados, un oficial de policía y exploradores que mantienen a sus tropas es un prolijo orden militar, por no mencionar la visita de un representate de la Agencia para el Bienestar Infantil.
La anarquía aquí se encuentra en el corazón de dos precoces y socialmente inadaptados chicos de doce años, Sam (Jared Gilman) y Suzy (Kara Hayward), que contra todas las probabilidades logran conocerce (en una presentación amateur de la ópera de Benjamin Britten, "Noye's Fludde"), y llevan a cabo un meticulosamente planeado escape al corazón de la isla, buscando el tipo de guarida con el cual sueñan los niños fugitivos: un tranquilo refugio donde ninguna fuerza adulta puede entrometerse (el sueño por escapar prevalece en los films de Wes Anderson; su primera película, Bottle Rocket (1996), se abre con Luke Wilson descendiendo de una cuerda de sábanas para escapar de un hospital psiquiátrico, y una cuerda similar hace su aparición en Moonrise Kingdom).
La película sigue el choque que se produce entre el deseo de Suzy y Sam de evadirse del mundo, y la insistencia del mundo por encontrarlos y traerlos de nuevo bajo su control... uno que no es, necesariamente, afectuoso (Sam es un huérfano indeseado y los padres de Suzy tienen otros problemas en sus mentes), sino de respuesta automática ante el escándalo que representa para la sociedad el hecho de que los niños insistan en ser libres e independientes, y, finalmente, casarse. Hay otros adultos también, entre ellos el jefe de policía local interpretado por Bruce Willis y el explorador bellamente interpretado por Edward Norton, más capacitados para transmitir una simpatía que emana del film a través de los intercambios más sutiles. Suzy y Sam se encuentran en el centro de un amplio reparto de personajes, cada uno de los cuales tiene alguna nota crucial que interpretar, y muchos de los cuales atraviesan una inesperada evolución que ayuda a enriquecer la textura del film.
Tan conciso resumen no le hace justicia a las intrincadas estructuras narrativas de Anderson, las cuales se despliegan tan astutamente como el plan de escape de Sam y Suzy. Se expone una caótica colección, cuidadosamente calibrada, de mapas, itinerarios y esquemas cronológicos mientras el film se desarrolla, un truco narrativo que resulta entretenido en si mismo y evocador de los placeres secretos de los juegos infantiles, con sus escondites, disfraces y mapas secretos. La obsesión de Anderson con las estructuras herméticas refleja la de sus personajes, que cuidadosamente se contienen a si mismos en los confines de mundos artificiales, sea en el laberíntico hogar habitado por los abogados padres de Suzy (Bill Murray y Frances McDormand), o la empalizada fronteriza que sirve de cuartel general a los Exploradores Caqui de Norte América.
Todas las habitaciones humanas en los films de Anderson tienden a tener una cualidad grotesca y antinatural, más aún cuando se le contrasta con los bosques frondosos y arroyos rocosos que pueblan la isla. Sam, despreciado por sus compañeros exploradores y negado por sus padres adoptivos, es un maestro en técnicas de acampar, habilidoso con los mapas y la brújula. Cruzando los campos, con un sombrero de piel de mapache, mientras escapa del Campamento Ivanhoe (mientras en la banda sonora Hank Williams canta su trágica balada sobre el despechado indio de madera, Kaw-Liga), Sam parece convertirse en la perfecta personificación de los valores impartidos por, digamos, Fess Parker interpretando a Davy Crockett, si no fuese por el hecho de que ha llegado muy tarde.
Suzy, que alterna atentas lecturas de novelas juveniles sobre huérfanos con poderes mágicos y violentas explosiones en contra de sus padres y compañeros de escuela, lleva consigo el mundo moderno (la película se ambienta en 1965), en la forma de un tocadiscos portátil y una grabación de Françoise Hardy (la alternancia, a través del film, entre la música de Britten, Williams y Hardy, junto con a la conmovedora banda sonora original de Alexandre Desplat no es incidental, sino clave en sus implicaciones).
Sam y Suzy están inventando un mundo mientras caminan, palabra por palabra y gesto por gesto. El anti naturalismo de Anderson se convierte aquí precisamente en la única manera convincentemente naturalista de expresar esta historia de amor tal y como la imaginó. El diálogo estilizado con el cual sus personajes suelen dirigirse entre sí (y que algunos espectadores han encontrado siempre irritantemente amanerado) nunca ha parecido más apropiado que en su papel de lingua franca para dos alienados chicos de doce años, que, para colmo, deben inventar una manera de comunicarse el uno con el otro. Cada uno aporta al proceso una especial sabiduría y un cierto número de objetos sagrados de la niñez, y el extraordinario cuidado con el cual intercambian esta información es una medida de cuánto se importan el uno al otro.
Su dubitativo baile en la guarida, al son de la música del tocadiscos portátil, es una escena de ternura e inteligente melancolía, todo lo más por encontrarse en el centro de lo que es, después de todo, una comedia, y en ocasiones una disparatada. El exhuberante final del film, con sus asedios y rescates, sus rayos eléctricos e inundaciones, sirve de alivio ante lo cual hubiese sido una evocación casi insoportablemente triste de lo menos preservable de la experiencia juvenil: no tanto la pérdida de la "inocencia", un motivo bastante estereotipado de la moderna cultura americana (y para la cual los campamentos de verano siempre han sido escenarios propicios), sino para el despertar de ese primer brillo de madura inteligencia en un mundo que tenderá a serle indiferente u hostil. Hablamos de esa peculiar inteligencia que es capaz de concebir cualquier cosa y realizar tan solo un pequeño fragmento de ella.
El respeto que tiene Anderson por sus jóvenes personajes es la esencia de "Moonrise Kingdom", un film que encuentra su camino a través de un material que en otras manos hubiese, muy probablemente, caído en un empalagoso sentimentalismo. Y es que el encontrar caminos es justamente la acción central del film. Sam se gana su gorro de piel de mapache al convertir los arroyos y bosques en un paisaje heroico. La inevitable pregunta es para qué mundo o qué vida podría esta él preparándose. Ninguna que exista, al menos no más que los mundos sobre los cuales lee Suzy en sus amadas novelas de fantasía. Tanto los libros como sus portadas son artefactos creados específicamente para el film, como tantos otros objetos en el trabajo de Anderson. Él comparte con Jacques Tati y con muy pocos directores contemporáneos el deseo de construir todo, incluso los objetos más ordinarios, de la nada.
Crear un mundo donde todo luce recién hecho es parte de la gran aventura del trabajo de Anderson, y en "Moonrise Kingdom" el efecto logra, por yuxtaposición, hacer ver incluso las rocas y los arroyos como nuevos. Es quizás el único escenario en el cual Sam y Suzy podrían comenzar a articular su meta: "ir de aventuras y no quedarse atascado en un solo lugar".
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